
Por Alberto Carbone.
El país arde.
No hay hoja de ruta.
Ni el oficialismo ni la oposición se plantean un camino, rumbo o metodología.
Algún que otro recurso, alguna estrategia.
De todas formas, el año 2024 va concluyendo y con él se alborota, se desploma empecinadamente, se desmorona abrupta y fulminante cualquier expectativa, alguna que otra anhelada propuesta aparecida o quizá alguna esperanza.
Pero lo peor de todo este proceso se perpetúa plasmado en el lenguaje de la resignación.
En esa perplejidad pasmosa y determinante que confirma que paralelamente al ambiente anómalo que nos sobrevuela exánime, la sociedad se va licuando, se degrada perentoriamente, desaparece ante los ojos de quien pretenda observar y se desboca en forma tremebunda y acelerada.
Piense si no es así.
Compare épocas pretéritas y recientes.
Recuerde a aquellos quienes aún accedían a un plato de comida hace sólo un año atrás, por ejemplo, a pesar de no estar incluidos dentro de la vorágine social, hombres y mujeres que por supuesto existían en cantidad suficiente, antes de la llegada de Milei.
Hoy, todavía admitidos como seres humanos, esos transeúntes perplejos y abstraídos, continúan colisionando con la realidad, pero además, por supuesto, no atinan a nada.
¿Sabe por qué?
Porque no esperan nada de nadie.
Por eso mismo, absolutamente degradados y auto percibidos como marginales e inútiles, despliegan un único recurso sostén y definitivo, un pálido salvoconducto esperanzador basado en la unánime persistencia de transitar alrededor de los bochornosos, infaustos y descuidados tachos de basura. Un peregrino deambular sin centro ni objetivo, resignándose a ver pasar sucesivas y vacías las horas del día.
Sin embargo, aquel sector amplio y exánime de la sociedad marginal, que avanza y se multiplica, no desaparece.
No señor.
Esa grupo de seres humanos habitantes de la calle, se expande voraz, zombie, catatónico, por aquellos barrios centrales o periféricos que a pesar de todo lo acontecido o padecido, no estaban aún acostumbrados a observarlos.
Evidentemente, la sociedad argentina se ha empecinado en modificar sus valores tradicionales.
El esfuerzo cotidiano, el trabajo, ha dejado de consignarse como un atributo dignificador.
La familia, como centro articulador de sentimientos y creencias se está diluyendo, difuminando, al influjo de las consolidadas apetencias instauradas por el señor mercado.
La otrora prestigiada virtud caritativa y fraternal, basada en la simpleza de la generosidad, en la simpatía compartida y en el firme y armónico sabor del compañerismo, se ha permeado profundamente con el interés particular, la conveniencia y el reclamo descarnado del sálvese quien pueda.
Pero la vida continúa y la justicia, que es una necesidad imperiosa puede reaccionar como reclamo letal o desesperado.
Por ello es tan delicado y tan arriesgado jugar precipitadamente con aquello que no tiene remedio.
La indecisión o el exabrupto tienen lugar cuando la desesperación inunda y la desesperanza nos invade.
Recuerde que a los cobardes los vomita Dios y sabe una cosa.
Dios, que a pesar de todo nos mira e intenta comprender algunos procederes, ya ha empezado a santiguarse.