Transformar una secretaría en ministerio en el último año de gestión sin un plan cultural previo posee todas las trazas de un maquillaje gatopardista. Inteligente. Desde hace muchos años, artistas, escritores, músicos, venían reclamando que la cultura pudiera alcanzar rango ministerial en un país donde el tema resultaba en general relegado a mantenerse en un púdico segundo plano. Por otra parte, la figura elegida, Teresa Parodi, representa un ícono del folklore popular: compositora, intérprete y poeta de prestigio internacional. Desde el punto de vista artístico: inobjetable.
Y querible en el plano personal.
Sería lamentable que este cambio de denominación se frustrara mediante la acumulación de nombramientos de personas no especializadas sólo para cumplir compromisos políticos. Quienes han trajinado cargos públicos saben que, según la opinión de los veteranos, los primeros tiempos en la actividad se utilizan para conocer la botonera de los teléfonos internos, o sea, la necesaria aclimatación tras un nombramiento sorpresivo como el de Teresa Parodi.
Lamentablemente, ya no habrá tiempo para cambios profundos y perdurables, y resultará imposible que la nueva ministra pueda trabajar una imagen democrática e independiente de la política que baja desde la Casa Rosada. Nada indica que la Presidenta aceptará opiniones que difieran de su estructura de pensamiento, donde no se tolera el disenso más ínfimo. Por el contrario, se alientan el fanatismo y la ausencia de diálogo. Como en los regímenes autoritarios, se fomentan el pensamiento único y el desprecio por la opinión ajena.
Una política cultural se asienta en una planificación a largo plazo, que pueda superar los tiempos constitucionales; por ello, al mencionar el término “Ministerio de Cultura”, el imaginario colectivo recurre (y no por cipayismo) a la trilogía de André Malraux, Georges Pompidou y Jack Lang. Un gaullista, un gaullista disidente y un socialista, quienes llevaron a cabo una renovación de largo aliento de la vida cultural francesa cuyo impulso fue decisivo, inclusive, en el ambiente artístico norteamericano a partir de la visita de la Mona Lisa del Louvre a Washington, muy criticada por cierto público y especialistas galos, dados los riesgos del viaje.
En su libro La hoguera de encinas, donde Malraux actualiza sus diálogos con De Gaulle, es posible enterarse de las grandes diferencias políticas que separaban a ambos personajes en temas internacionales, pero en esos diálogos campea un enorme respeto mutuo.
¿Este trato sería posible en una Argentina marchita y dividida como la actual, manejada por un poder negado a la opinión ajena? ¿Podremos alguna vez?