Pocas figuras han emergido con la velocidad y el impacto de Javier Milei, pero ya muchos de sus seguidores iniciales comienzan a cuestionar si el remedio propuesto no es, de hecho, peor que la enfermedad.
En el paisaje político argentino, pocas figuras han emergido con la velocidad y el impacto de Javier Milei. El economista libertario capturó la imaginación de un segmento significativo del electorado con promesas de transparencia, cambio y una ruptura radical con los modos tradicionales de hacer política. Sin embargo, a medida que los días pasan y la realidad política se instala, muchos de sus seguidores iniciales comienzan a cuestionar si el remedio propuesto no es, de hecho, peor que la enfermedad que pretendía curar.
Cuando Milei irrumpió en el escenario político, lo hizo enarbolando una bandera de lucha contra la corrupción y el estatismo, posicionándose como el antídoto a los males que aquejaban al país. Sus discursos apasionados y su rechazo vehemente al «status quo» resonaron en una ciudadanía hastiada de promesas incumplidas y escándalos de corrupción. La transparencia, en su discurso, era la piedra angular de su propuesta: un gobierno donde la honestidad y la eficiencia reemplazarían a la burocracia y la corrupción.
Sin embargo, la metamorfosis del voto popular puede hacerse sentir si el bolsillo aprieta o solo percibiendo una falta de una gestión efectiva, muchos de aquellos que depositaron su confianza en Milei pueden dudar si ven una gestión caracterizada por la retórica incendiaria y la falta de resultados concretos. La desilusión puede comenzar a asentarse, y la comparación con los gobiernos anteriores, aunque dolorosa, se vuelve inevitable.
El fenómeno Milei pone de relieve una verdad incómoda: en política, la comunicación y la gestión deben ir de la mano. No basta con un discurso atractivo y disruptivo si no se traduce en acciones efectivas y beneficiosas para la ciudadanía. La capacidad de gestionar, de implementar políticas que mejoren la calidad de vida de las personas, es lo que diferencia a un buen líder de un mero orador. La comunicación puede ganar elecciones, pero es la gestión la que sostiene gobiernos.
Los efectos negativos de una gestión ineficaz no se pueden ocultar indefinidamente con estrategias comunicacionales. La realidad se impone. La inflación, el desempleo, la inseguridad y otros problemas que aquejan a la sociedad no se resuelven con discursos, sino con políticas públicas concretas y efectivas. El votante, que inicialmente se dejó llevar por la promesa de un cambio radical, se enfrenta ahora a la necesidad de evaluar los resultados tangibles de su elección.
Hasta hoy, su imagen es acompañada en gran medida, puede ser vista como una lección para el electorado y para los futuros líderes políticos, de devolver la confianza a una ciudadanía escéptica, de demostrar que el cambio es posible y que puede ser para mejor.
En este sentido, la metamorfosis del voto popular no es solo un fenómeno argentino, sino un reflejo de una tendencia global. En Europa, los ultraderechistas avanzaron notablemente en las elecciones al Parlamento Europeo, en países como Países Bajos, Austria, Alemania y Francia, así como en Bélgica, donde el primer ministro, Alexander De Croo, anunció su dimisión luego de las elecciones.
La política del siglo XXI exige líderes que no solo sean comunicadores hábiles, sino gestores eficientes. La desilusión con Milei podría ser el inicio de una nueva etapa, donde la ciudadanía aprenda a equilibrar su entusiasmo por el cambio con una evaluación crítica de las capacidades de gestión de sus líderes. Hoy, no solo la oposición está partida sino también el gobierno está dividido; hay algunos sectores paralizados y otros sin brújula. Está comprobado que, además de la fobia de Javier Milei de recibir a gobernadores o «políticos de la casta», deja la responsabilidad en un puñado de funcionarios de su confianza. Su única obsesión es la economía, es lo que lo atrae y disfruta, el resto encárguense cada uno en su ministerio.
En el contexto actual de Argentina, la caída del poder adquisitivo está marcando la agenda política y social del país. Los datos recientes revelan una realidad alarmante que no puede ser ignorada por los líderes y gobernantes.
Según un estudio de informe de “Social Mood” (humor social) de la consultora Moiguer, el 54% de los consultados considera que la capacidad de consumo de su hogar es peor o mucho peor que la de hace un año. Las familias que antes podían cubrir sus necesidades básicas sin mayores dificultades ahora se ven obligadas a ajustar sus presupuestos y recortar gastos esenciales.
Además, el 72% de los encuestados considera que los ingresos de su hogar están por debajo de la inflación. Esta percepción generalizada de que los salarios no están creciendo al mismo ritmo que los precios es una señal de alarma para cualquier gobierno.
El 55% de los encuestados declara que posee deudas. La creciente deuda de los hogares es otro indicio de la crisis económica. Las familias se ven obligadas a recurrir al crédito para cubrir sus gastos básicos, lo que genera un círculo vicioso de endeudamiento y estrés financiero.
El 56% de los encuestados ha tenido que utilizar sus ahorros para pagar gastos del presupuesto cotidiano. El 39% de los encuestados ha tenido que aumentar sus horas de trabajo o iniciar un negocio propio para sumar más ingresos.
Estos datos ponen de manifiesto la urgente necesidad de políticas económicas y sociales que aborden de manera efectiva la inflación y mejoren los ingresos de los hogares. Muchos sufren el chantaje emocional que es una forma inadecuada, irrespetuosa y agresiva de comunicación, donde se suele expresar una petición de cambio, solicitar ayuda o simplemente expresar disconformidad y queja, despertando sensación de culpa para lograr que la persona ceda a la voluntad . La ley ómnibus y la ley de bases son un ejemplo de chantaje social: si no la votan, no se puede avanzar y pagarán las consecuencias. Si la votan son anti patrias y entreguistas…
La desconexión entre la retórica política y la realidad cotidiana de los ciudadanos solo agrava la situación y genera desconfianza en las instituciones.
Las promesas vacías y la retórica incendiaria no pueden sustituir la necesidad de políticas públicas concretas y efectivas. En última instancia, la verdadera prueba para cualquier líder político es su capacidad para mejorar la calidad de vida de la ciudadanía y mantener la confianza del electorado a través de resultados tangibles.
Generalmente un hombre tiene dos razones para hacer algo. Una que suena bien y otra que es la real. J. Pierpoint Morgan