Por Pablo Kornblum.
En los últimos meses, cientos de miles de israelíes protestaron en las calles de su país contra la reforma judicial impulsada por el gobierno de Benjamin Netanyahu. Para quienes se oponen, la misma es considerada como una ‘amenaza para la democracia’.
La reforma judicial de Israel consiste principalmente en tres elementos fundamentales. Primero, crearía una cláusula de anulación para que la Knesset (parlamento) pueda promulgar leyes impugnadas por la Corte Suprema. En este sentido, la Corte tampoco podría invalidar las leyes “fundamentales”, normas básicas a falta de una constitución nacional, y necesitaría doce de quince jueces para invalidar las regulares si atentan contra las anteriores.
En segundo lugar, se ampliaría el comité de selección de jueces de nueve miembros repartidos entre el Gobierno, la Knesset, la Corte Suprema y el colegio de abogados, a once (con mayoría de siete para el Ejecutivo). El Gobierno redujo de momento este punto a una mayoría de seis y a poder imponer dos jueces por legislatura. Finalmente, la Corte Suprema tampoco podría inhabilitar ministros ni juzgar o debatir mociones para declarar no apto al primer ministro.
¿Por qué la reforma? El Gobierno de Netanyahu argumenta que la Corte Suprema tiene un poder excesivo y que el reajuste hacia la Knesset (y el Ejecutivo) es de responsabilidad democrática. Sin embargo, nada refieren a que la Corte Suprema ha frenado proyectos de nuevos asentamientos en Cisjordania, leyes anti-LGTBIQ+, o políticas que discriminan a la población árabe. Para los partidos religiosos, aliados a Netanyahu, estamos hablando de un poder judicial que avala la perversión misma. Para ‘Bibi’ (como se lo conoce cariñosamente al Primer Ministro), ello no sería lo más grave: el eje de la reforma es su ‘poco original’ estrategia para no pisar la cárcel por las acusaciones que pesan sobre él por corrupción.
Más allá del dilema político-institucional, el problema no solo ha salpicado a la economía, más bien la ‘ha inundado’. Es que, para el todavía vigente paradigma neoliberal corporativo trasnacional, la seguridad jurídica y la rentabilidad que se traslada a la fluidez del capital globalizado, sigue siendo vital para las inversiones de largo plazo. Israel es un país que ha cultivado este beneplácito en las últimas décadas, siendo altamente valorado por ello.
Es por ello que la crisis se nota en el temor del ya latente proceso de desinversión, la fuga del talento del recurso humano de la élite intelectual/profesional secular y prodemocrática, o en la devaluación del shéquel israelí y la pérdida de valor de los activos de la Bolsa de Tel Aviv.
Ni que hablar de la pérdida en la calificación crediticia de Israel, con el consecuente mayor costo de financiamiento. En todo este escenario, de concretarse la reforma, se habla de una perdida de PBI de 14 a 27 mil millones de dólares anuales (el mismo Banco de Israel, que ha instado a la independencia judicial, espera un crecimiento económico inferior al 3% en 2023 después de un aumento del 6,4% el año pasado). Por supuesto, quienes más promueven el caos son los organismos internacionales, que lo último que quieren es la inmiscuisión de un Estado con perspectiva teocrática en el mediano plazo.
Volviendo a la potencial crisis económica a desatarse, el ejemplo más claro y relevante se ciñe en el sector tecnológico, el cual representa un 15% del PBI israelí, un 10% de su fuerza de trabajo, la mitad de sus exportaciones y un cuarto de los impuestos sobre la renta. Desde grandes corporaciones y Pymes, han anunciado el retiro de fondos de sus cuentas en Israel, planteando la necesidad de ‘reubicar’ sus actividades en otros Estados.
En este sentido, la Autoridad de Innovación de Israel (IIA por sus siglas en inglés) afirmó que la reforma está dañando la confianza de los inversores y empujando a las empresas de alta tecnología a trasladarse al extranjero. «Debido a la incertidumbre y a los riesgos que entrañaba el entorno empresarial en Israel, se inició una tendencia a abrir empresas de nueva creación mediante su constitución como sociedad extranjera; tendencia que se ha reforzado en los últimos meses».
En este aspecto, las consecuencias serían altamente negativas para el país: además de que la propiedad intelectual y los ingresos imponibles de las empresas estarán fuera de Israel, la pérdida de inversiones provocará un efecto domino recesivo lacerado por la obstaculización de los vasos comunicantes de la economía internacional. No por nada ya el año pasado los fondos captados por las Start-ups israelíes se redujeron casi a la mitad, cayendo a 15.500 millones de dólares, tras haber conseguido en 2021 la cifra récord de 27,000 millones, procedentes principalmente de inversiones extranjeras. Quien no recuerda entonces a las empresas argentinas que se ‘fugaron’ a Brasil durante la convertibilidad menemista, con nefastas derivaciones microeconómicas – más allá de las propias problemáticas causadas por un modelo macroeconómico de endeudamiento no sustentable – en términos de producción y empleo.
«Incluso si se resuelve la crisis jurídico-judicial, llevará tiempo alcanzar una solución, e incluso después de esto, llevará tiempo volver a generar confianza entre los inversores», declaró Dror Bin, Director Ejecutivo de la IIA. Aquí tenemos otro punto fundamental. ‘El que se quemó con leche, ve la vaca y llora’ dice el viejo refrán popular. Y como ocurre durante una guerra, la que tarda décadas en construirse, puede destruirse en un día. Ya sea en bienes materiales, como en la intangible confianza de un modelo que parecía poseer intrínsecamente una solidez institucional inquebrantable.
“Las grandes sumas de capital invertidas en nuestro sector son el sol y el agua”, afirman los directivos de la empresa TLV Partners, corporación que ha invertido desde su fundación en el año 2015 (con ganancias anuales en torno a los 4.000 millones de dólares) en al menos 45 compañías israelíes especializadas en tecnología financiera, internet profunda, salud, ciberseguridad, comercio electrónico y logística inmobiliaria. “Pero ninguna flor puede florecer en un suelo podrido”. La contestación no tardó en llegar desde el Gobierno israelí: «La economía de Israel es estable y sólida; y con la ayuda de Dios, seguirá siéndolo», ha dicho el propio premier Netanyahu.
Sin embargo, podríamos inferir que el mayor milagro del todopoderoso sería convencer a las empresas de alta tecnología que, si se termina llevando a cabo la reforma, continúen subsidiando alegremente a los colonos judíos en tierras palestinas ocupadas, como así también a los votantes ultra-ortodoxos, quienes con la ayuda económica estatal disfrutan de presupuestos extravagantes para sus escuelas religiosas – con planes de estudio que excluyen materias pro-producción como matemáticas, inglés y ciencias – o la exención del servicio militar para seminaristas rabínicos, entre otros. Pero quien sabe, dicen que Dios todo lo puede.
Fuente: Ámbito Financiero.