Por Jorge Elbaum
Pocos presidentes de América latina se abstuvieron de condenar el tanquetazo de Juan José Zúñiga. Javier Milei fue uno de ellos. La derecha argentina tiene un trauma con el golpismo. Ha avalado todas las asonadas locales a lo largo de la historia y se ha cuidado siempre de criticar explícitamente sus experiencias foráneas. El sangriento golpe de Estado de 2019, comandado por Jeanine Áñez, cuya presidencia interina se extendió hasta las elecciones de 2020, en las que salió triunfante Luis Arce, fue apoyado por la OEA, el Departamento de Estado y Mauricio Macri. Varios funcionarios argentinos de esa etapa –entre ellos la entonces ministra de Seguridad Patricia Bullrich– aparecen denunciados por contrabando de armas, tanto en Comodoro Py como en los tribunales de La Paz.
Los sucesos del último 26 de junio en Bolivia pueden haber sido el resultado de una asonada militar. También pueden haber sido una tosca componenda limítrofe con el autogolpe. En ambos casos, sin embargo, aparecen tres factores relevantes, capaces de engendrar nuevas y futuras aventuras (trágicas) ataviadas con charreteras.
El primer factor remite a la vinculación sinérgica entre los militares latinoamericanos –salvo el caso de los cubanos y los venezolanos– y los poderes concentrados. En gran parte, los uniformados de este subcontinente siguen considerando a Occidente (Estados Unidos y Europa occidental) como baluarte último de su identidad cultural constitutiva.
El segundo factor se relaciona con la configuración de un engranaje asimétrico entre las expectativas de las Fuerzas Armadas y los proyectos soberanos y/o de integración regional. En muchos países de América Latina, se constata la tensa –o disimulada– convivencia de un “Estado dentro de un Estado”, que recela de toda negociación política, del debate público y de la diferenciación plurinacional o multicultural. Los pilares de su nacionalidad (en armas) se basan en un solapado desprecio por la política, a la que se considera facciosa e inútil. De ahí que los discursos economicistas logren ser tan apreciados entre los militares: las teorías de los equilibrios, los libres mercados y las manos invisibles permiten sortear el debate público y a la vez abstraerse de las consideraciones ideológicas.
Hay una “naturaleza que funciona” por fuera de las discusiones y los parlamentos. Esa verdad se percibe, sin debates ni intervención humana, como vertical e indiscutible, compatible con todo espíritu que no soporta la contradicción. Las “Leyes del mercado” aparecen como una verdad coherente con la idea del devenir natural que suscriben los espíritus conservadores.
La literatura que consumen los oficiales latinoamericanos –salvo en el caso de Venezuela o Cuba– alterna los títulos técnico-profesionales con textos dedicados a las temáticas que señalan el peligro de la disolución nacional y la descripción de los variados enemigos internos capaces de destruir la nacionalidad. En países como Bolivia, donde el golpismo resurge de manera cíclica los uniformados continúan expresando una expectativa corporativa, ajena al resto de la población, auto percibiéndose como única garantía de sobrevivencia del Estado.
El tercer factor se relaciona con la incapacidad –exhibida por varias organizaciones populares latinoamericanas– para tramitar sus diferencias internas (programáticas o ideológicas) en el marco de procesos de debate público participativo con las bases. Si el fracasado intento de golpe de Juan José Zúñiga fue una asonada intempestiva o una sobreactuación para apoyar a Luis Arce contra Evo Morales, en ambos casos resulta del intersticio político dejado por ambos. De hecho, Zúñiga declaró que entre sus demandas figuraba la exigencia de liberar a la golpista Jeanine Añez y al fascista, ex gobernador de Santa Cruz de la Sierra, Luis Fernando Camacho.
Los resquicios dejados por los integrantes del MAS –como quedó también expuesto un siglo atrás en la República de Weimar–, han devenido en territorios ventajosos para quienes se ofrecen como salvadores y gestores de los “procesos de reorganización nacional”, gestores al mismo tiempo de la “unidad nacional” por sobre las luchas fratricidas. La representación popular es siempre más sensible que las derechas al concepto de coherencia. Su programas y alianzas se plantean proyectos de lucha contra los privilegios, democratización del poder y preeminencia de lo comunitario, valores opuestos a toda interna fratricida. Por el contrario, los colectivos ligados a las corporaciones, las derechas variopintas, no tienen que dar explicación alguna por las luchas “de cartel”. Entre ellos solo hay competidores individuales en una confrontación por la sobrevivencia del más apto: ventajas de del individualismo cartesiano.
Tantos las derechas retrógradas como los movimientos populares (o revolucionarios) son sensibles a la mímesis de la escena pública. Los ejemplos de Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Giorgia Meloni y Marine Le Pen empoderan a las jinetes de la violencia jerárquica y estimulan a sus adláteres aspiracionales a convertirse en orgullosos proto-asesinos de vicepresidentas, a mirarse en el espejo de militares pretendidamente dignos (que luchan por la unidad nacional), o a constituirse en verdugos de castas y politiqueros inservibles. Las nuevas derechas –muchos más desprejuiciadas, insensibles y crueles– pescan en un río oportuno cuando se divisan contradicciones flagrantes. Se montan en la dispersión que les brinda la fragmentación de las subjetividades, la destrucción programada de la conciencia de clase y el terror que provoca un desorden mundial donde el Occidente pierde su capacidad de seducción civilizatoria y las otrora regiones despreciables y bárbaras (como China y rusia) empiezan a constituirse en polos de referencia global.
En tiempos como los que corren, en toda América Latina, quizás sea necesario repetir como un karma la frase del inolvidable Carlos Carella: “Cuando se pierde de vista al enemigo, uno empieza a pelearse con el compañero.”
Fuente: Página12