La extraordinaria carrera del futbolista definitivo del siglo XXI tiene el nombre de Lionel Andrés Messi. El fútbol hecho arte. Un ganador indiscutible que en Qatar pudo cumplir el sueño que le faltaba. La sabiduría prudente y sutil de un hijo pródigo del deporte de la pelota en los pies.
«El objetivo del arte no es provocar una descarga momentánea de adrenalina, sino que es más bien la construcción progresiva, que compromete para toda la vida, de un estado de deslumbramiento, de serenidad y de fascinación.»
Glenn Gould (pianista canadiense).
El origen
Lionel era un niño tímido que le gustaba pasear en su bici y jugar a la pelota. Con una abuela que fue faro y la primera hincha de un pequeño ilusionado con salir a patear. Jugó su primer partido de fútbol a los cuatro años.
El director de un club infantil barrial cerca de la casa de Leo, llamado Ricardo, lo invitó a participar de un picado. Solo eso bastó para saltar de la afición a la pasión sin frenos. Su entusiasmo no medía entre amistosos o competencia entre clubes infantiles con su Grandoli FC, quería jugar todos los partidos. Su deseo era estar parado en el terreno, correr, tener la de cuero en su pie izquierdo y encarar para adelante. Sabía que tenía una desventaja, su frágil consistencia física, lo hacía lucir más pequeño que los demás niños.
Su frenesí por el juego —dejaba todo en la cancha y descuidaba sus deberes escolares—, le traía problemas: sus notas eran pésimas.
No pegaba una en la mayoría de materias, aunque había una en la que no era tan malo: geometría; quizás porque podía aplicarla también en las canchitas. A pesar de eso, las maestras siempre le tuvieron un cariño especial al niño futbolero.
Sus compañeros lo apoyaban y le compartían los apuntes para que pudiera tomar las notas durante las clases, sin embargo eso no le alcanzaba para mejorar el promedio.
A los once años, una extraña enfermedad le puso la primera gran prueba. Fue diagnosticado con acromegalia, un déficit en las hormonas del crecimiento. Messi sufría de una condición que retrasaría su desarrollo óseo. A pesar de conocer la compleja noticia, Leo se aferró más que nunca a la número 5 y se decidió a ir para adelante y gambetearla.
Con 13 años de edad, y a solo unos pasos de llegar a River Plate para formarse como jugador, Lionel medía 1.40 cm y para los médicos era claro: el muchacho no podía crecer más. Sin embargo, existía un tratamiento que la economía familiar no podía darse el lujo de afrontar, y que para un club como Newell’s, tampoco era accesible a pesar de sus buenas intenciones.
Los Messi Cuccittini movieron cielo y tierra para conseguir los recursos, se pasearon entre clubes y fundaciones deportivas, pero la negativa los llevó a tomar la decisión de atravesar fronteras. Jorge, su padre, recibió una oportunidad laboral en Barcelona y se le ocurrió llevarse a Lionel para que pudiera cumplir su sueño de ser futbolista en la ciudad Condal.
A partir del viaje a España, Messi sufrió el desarraigo: dejó atrás el potrero, su Rosario natal, los amigos, la familia, pero todo eso valdría la pena porque después llegaría la oportunidad de comenzar el tratamiento para crecer y jugar.
No fue fácil, enfrentó el desafío solo, siendo adolescente, lejos de la familia. Pero siempre fue más fuerte la voluntad de acercarse cada vez más a esa pasión que le despertaba la pelota.
Los inicios
La prueba de fuego le llegó en septiembre del 2000, el Fútbol Club Barcelona le abría las puertas de la Masía —el predio de formación de juveniles—, para su primera demostración futbolística en tierras catalanas. El técnico encargado fue Carles Rexach, quien al finalizar la práctica —impresionado por la calidad del muchachito—, firmó, en una servilleta de papel, un contrato con Jorge Messi para incorporarlo inmediatamente al club. En ese acuerdo quedaba constancia de la promesa de cumplir con los costos médicos para apostar por el talento extraordinario de “La Pulga Messi”.
En 2004, debutó, con 17 años, en el derby catalán ante el Español de Barcelona. Fue el jugador más joven en marcar un gol en una competencia oficial para el Barça, empezaba a escribir la historia desde su bautismo en la liga. Un año más tarde, dirigido por el neerlandés Rijkaard, logró la conquista de la Supercopa de España, la Liga y la UEFA Champions League. Además se consagró Campeón Mundial juvenil con Argentina en el torneo jugado en Países Bajos.
Durante 17 años le devolvió el brillo al club y la ciudad, como lo hizo un siglo antes Gaudí y su modernismo arquitectónico. Tuvo el honor de formar parte del ciclo «Guardioliano», con un fútbol vanguardista y de colección, que posicionó al Barça y lo volvió referente en todo el planeta. La política oscura del FCB decidió prescindir de él para salvar su pellejo. Pero a diferencia del primer desarraigo infeliz, este exilio con gloria a París, se volvería el empujón hacia el crecimiento emocional de Leo, que necesitaba para cambiar la armadura y potenciar su temple.
A pesar de lograr todos los objetivos como jugador en Europa, no conseguía ser profeta en su tierra. Fue injustamente cuestionado por un periodismo abyecto, y fue después de ser sub campeón en el Mundial de Brasil y en las posteriores Copas América, que tomó la dura decisión de dar un paso al costado y así poder liberar las angustias de las finales perdidas. Volvió con ganas pero en el Mundial de Rusia en 2018, le tocó una selección de mandatos inestables, que chocó ante un vestuario confrontado, reproches, anarquía y lucha de poderes con el cuerpo técnico. Un nuevo insomnio futbolístico para Argentina y otro sueño quebrado.
El Mundial de Messi
El Leo de 35 años es el más argentino de todos los argentinos. Pelea, putea, canta el himno con los dientes apretados, arenga, discute y modela un patriotismo notable. El periodismo cipayo (anti Patria, fútbol, emoción, felicidad popular) —el mismo que le reclamaba con vehemencia no sentir la camiseta—, hoy lo pone en el banquillo de esa superioridad moral despreciable. Como si en nuestra memoria futbolera no hubiera ya demasiado material dramático, este Mundial se juega justo en diciembre, en estas fechas (históricas) de quilombos y estallidos sociales en que nos paramos expectantes ante las pantallas con un fervor que no logran opacar quienes quieren convencernos de nuestra inferioridad. El sol argentino se las arregla para seguir brillando en el mundo, esta vez, gracias a la zurda de Messi.
La madurez
Ya no es ese niño introvertido, ni la pulga, ni el que pierde finales; es el Señor Messi, el jugador que le ganó a la frustración, empató con la madurez y perdió el temor del liderazgo. Pudo por fin desgarrarse ese saco de plomo de la comparación insoportable con Diego, perfeccionar una paciencia budista, salir campeón de la Copa América, ser el capitán de todos sus compañeros admiradores. Ser consciente de ser él, futbolista de la época y de los 7 balones de oro. El hombre común que al lujo le quita la vulgaridad y lo convierte en belleza, destruyendo los moldes de las jugadas obvias y la mediocridad de lo corriente.
Scaloni, que merece nota aparte, logró transformar el paradigma del equipo para Messi, lo mutó al grupo con Leo, que todo no dependa de él sino con él, encontró socios, un lugarteniente llamado De Paul y un conjunto de futbolistas que se juegan el todo y lo custodian en el campo y afuera. Los egos quedaron a un lado, hay un único objetivo y es el de todos, con todos y para todos.
Aunque no necesitaba el Mundial con la Selección Argentina para ser el mejor, era su mayor anhelo y la obsesión que le quedaba por cumplir. Permanecerá en su memoria la silueta de los potreros que recorrió de pibe, el esfuerzo y sacrificio que tuvo que hacer para llegar, jugar y romperla toda. Hoy puede mirar al cielo y seguir agradeciéndole a la primera persona que creyó en él. Ahora, instalado en la Ciudad Luz, como si cumpliera con la peregrinación de los más consagrados artistas, Monsieur Messi le dio la pincelada final a su gran sueño: convertirse en Campeón del Mundo con la Scaloneta.