La feroz represión dejó 5 manifestantes muertos en microcentro. Uno de ellos fue el recordado compañero Alberto Márquez. Pericias incompletas beneficiaron a los sospechosos. Tres comisarios acusados de un crimen están libres. ¿ Y los políticos ?
Cinco años, cinco muertos, y nada. La represión del 20 de diciembre del 2001 en Plaza de Mayo, la más salvaje desde el retorno de la democracia, está llegando a su quinto aniversario con pronóstico de impunidad: no hay ningún detenido por las muertes de aquella tarde y los únicos acusados por asesinato esperan el juicio oral en su casa. La lección del proceso judicial es concreta: mientras más armas se disparen y más víctimas caigan, más lejana la verdad.
Cinco cadáveres, más de cien heridos y una ciudad tomada por la barbarie policial es la cruda síntesis de aquel dramático testimonio de la caída del gobierno de Fernando de la Rúa. La manifestación en la Plaza se había iniciado la noche anterior, el 19 de diciembre, con el espasmódico cacerolazo de miles de vecinos enfurecidos frente a un Gobierno que había impuesto el corralito 17 días antes y ahora declaraba el estado de sitio, por los saqueos y el desborde social.
Alberto Márquez era ya un hombre maduro, de 57 años, habituado a las protestas, ducho en eso de ir y pararse frente a la Policía o de correr si es necesario. Pero aquello fue implacable. El comisario inspector Omar Oliverio ocupaba el asiento del acompañante en la camioneta Ranger. Las imágenes de Crónica TV lo mostraron disparando al grupo de gente que descansaba de las corridas en una de las placitas de 9 de Julio, casi Sarmiento. Y no fue el único en disparar. Los testigos, más imágenes, parecen haber confirmado que también lo hicieron los oficiales Carlos López, Eugenio Figueroa y Roberto Juárez. Muchos, demasiado. Alberto Márquez se rodeó de sangre y no llegaría ni al hospital. Fueron heridos Martín Galli, de un tiro en la cabeza (ver página 41), y Paula Simonetti, que recibió un balazo en la espalda que se detuvo por milagro a milímetros de la aorta.
Más de cien cuerpos judiciales encierran la investigación que intentó esclarecer los crímenes de la Plaza, la porción más candente de los 29 muertos que dejaron aquellos días en todo el país. El resultado es un pasadizo hacia incertezas, algunas justificadas en la complejidad del proceso, otras en pericias que no se hicieron o se demoraron de más.
Hoy hay tres comisarios acusados del asesinato de un manifestante, pero esperan su juicio en libertad ya que la Justicia tardó demasiado en llegar a una condena. Y el único detenido vinculado con la represión es un oficial de bajo rango al que se le atribuye haber herido a un manifestante. Es el principal Víctor Belloni, que fue fotografiado el jueves 20 de diciembre mientras dispara con una escopeta que descarga balas de plomo, cuando la Policía, para este tipo de operativos, está obligada a usar balas de goma. En la línea de su escopeta murieron tres manifestantes. Por ahora, Belloni está preso por "tentativa" de homicidio.
Los fiscales del caso, Patricio Evers y Luis Comparatore, el martes pasado le pidieron a la jueza María Servini de Cubría que lleve a juicio oral a los responsables políticos y policiales del operativo montado entre el 19 y 20 de diciembre. En la lista de los acusados no está incluido De la Rúa —con falta de mérito a su favor—, pero sí su secretario de Seguridad, Enrique Mathov; el jefe de la Policía Federal de aquel tiempo, Rubén Santos, y los comisarios Norberto Gaudiero y Raúl Andreozzi, responsables del operativo en las calles.
La acusación exculpa a Mathov y a Santos de las muertes. O mejor dicho: los acusa de haber ordenado una represión ilegal y desmedida que generó las muertes (por eso los acusan de homicidio "culposo"), pero no de los asesinatos en forma directa. Eso sí: sostiene, contra lo que dijo De la Rúa, que el único fin de la represión fue "limpiar" la Plaza para que el gobierno estuviera en condiciones de negociar con la oposición (ver página 39).
Las primeras granadas de gas lacrimógeno cayeron sobre la Plaza a la una y media de la madrugada del jueves 20. Desde entonces, el cacerolazo se fue transformando en otra cosa. Quedaron los jóvenes, se sumaron agrupaciones políticas, y la represión de gases devino en locura y sangre. El primero en caer muerto fue Gustavo Benedetto, un muchacho de 23 años, de La Matanza, que trabajaba como repositor de supermercados. A las 16.28 del jueves 20, De la Rúa daba retoques a un discurso donde le iba a anunciar su invitación al peronismo para formar un gobierno de coalición. En ese instante, Benedetto, alto, de pantalones cortos, corría por Avenida de Mayo cuando una bala 9 milímetros le rompió la cabeza. El disparo salió desde el banco HSBC, en la esquina de la calle Chacabuco, donde el jefe de seguridad del banco, Jorge Varando, abría fuego contra los manifestantes junto a cuatro policías. "Tiren, no sean cagones", gritaba Varando, según testimonios de la causa.
Benedetto no tuvo tiempo de nada. Pero sí la Justicia, que comprobó 54 disparos salidos del banco en cuatro segundos. La principal imputación cargó contra Varando, aunque fue beneficiado por un debate entre peritos. Expertos en balística de la Gendarmería se valieron de rayos láser para marcar la línea de fuego de Varando —según su ubicación mientras disparaba— y comprobaron que tenía a Benedetto a tiro. Otra pericia, encargada por la defensa del custodio, sostuvo que la línea de tiro era interrumpida por una columna de la sucursal del banco y que, en todo caso, los policías pudieron haber matado a Benedetto. La duda fue resuelta por la Corte Suprema de Justicia, que en noviembre del 2004 apoyó la pericia particular y eximió a Varando del crimen, con el argumento de que no se lo podía culpar a él si pudieron haber sido los otros.
Hoy, en paralelo, Varando es investigado por un delito menor, "abuso de armas de fuego", y puede ser condenado a una pena máxima de tres años. Se resolverá en un juicio oral el próximo otoño.
La muerte de Benedetto fue vista desde la Sala de Situación de la Policía Federal por el comisario general Norberto Gaudiero, encargado de las operaciones. En ese momento, su jefe Santos y el secretario de Seguridad Mathov, estaban en Casa de Gobierno hablando con el ministro del Interior, Ramón Mestre, y el país miraba aturdido el discurso final de De la Rúa con su inútil invitación a la oposición. Sobre la Avenida de Mayo la Policía empezaba a lanzar perdigones, otra vez de plomo, con escopetas de caño recortado. En menos de una hora cayeron tres manifestantes en un radio de cien metros. El núcleo de la represión coincidía con el momento de mayor desesperación del Gobierno.
Gastón Riva, de 31 años, era motoquero y cayó de espalda como caen los cowboys de las películas, sólo que se desplomó sobre el asfalto y fue su moto y no un caballo la que siguió andando. Diego Lamagna tenía 27 años y cayó veinte minutos después sobre uno de los espacios verdes de la 9 de Julio. Media hora más y le tocaba a Carlos Almirón, de 23 años, militante de derechos humanos.
Sus muertes fueron idénticas: un proyectil de plomo les perforó el pecho; de arriba hacia abajo; a distancia. Todo indica que fueron perdigones lanzados por las escopetas que usaban los policías apostados en la esquina de Avenida de Mayo y Tacuarí, a tiro de lanza de los caídos. En ese lugar tiraba el oficial Belloni, al que acabaron metiendo preso porque hirió con su escopeta a uno de los manifestantes.
¿Por qué no se pudo comprobar si esos mismos policías mataron a Riva, Lamagna y Almirón? Parece increíble, pero a cinco años no se tienen certezas del lugar exacto donde quedaron los cadáveres ni dónde se movían esos policías. Esto a pesar de las cientos de horas de videos que aportaron a la causa los canales de televisión que transmitían la represión. La Policía Federal aportó sus propios videos, aunque sin demasiada suerte: misteriosamente fue la zona que menos registraron sus cámaras.
El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) patrocina a las familias de Riva y Lamagna, y pidió hace más de un año y medio —mayo de 2005— que se hiciera una pericia para determinar el ángulo de tiro de los asesinos, tomando como referencia el punto donde cayeron las víctimas. Lo mismo había pedido, hace más de cuatro años —junio 2002—, el ex jefe de la Federal Rubén Santos, quien intenta probar que los disparos no salieron de sus hombres. Ninguno de los dos pedidos fue atendido, hasta que en junio pasado (¡de este año!) los fiscales encargaron la tarea a la Gendarmería. Ahí se llevaron la gran sorpresa. Los peritos no pueden hacer la pericia hasta que no se confirme el lugar exacto donde cayeron las víctimas. Ese dato, tan evidente, tan obvio, no está debidamente registrado. "Se puede volver a llamar a los testigos. Pero ya pasaron cinco años", se queja el abogado del CELS, Rodrigo Borda.
Pericias que nunca se hicieron o que se contradicen conspiran contra la reconstrucción de la represión. Y cuando no es eso, es la demora del proceso.
La sangría del 20 de diciembre siguió casi tres horas más. La jefatura de la Federal envió a la División de Asuntos Internos, supuestamente "para controlar excesos", como dijo esta semana a Clarín el entonces jefe de la fuerza, Rubén Santos. Los de Asuntos Internos salieron al ruedo en autos particulares. Una camioneta Ranger gris, un Peugeot 504 blanco y un Fiat Palio bordó, recorrieron los alrededores de la Plaza hasta encontrar sus propios "excesos". Mientras De la Rúa firmaba la renuncia en su despacho, los de Asuntos Internos accionaban sus escopetas sin piedad en 9 de Julio y Sarmiento.
Oliverio y los otros tres oficiales estuvieron presos poco más de seis meses, se los procesó y acusó de homicidio y lesiones graves. Pero a los tres años de la represión, volvieron a sus casas. La Cámara de Casación, en contra de la opinión de la Cámara Federal, consideró que podían esperar su juicio en libertad, un beneficio contemplado por la ley aunque no siempre por la práctica. ¿Cuándo se hará? No se sabe. Faltan, dicen en Tribunales, pericias que terminen de completar la reconstrucción. A cinco años. Otra vez el silencio
Fuente Clarín y www.mesasanmartin.com.ar