Nuestra colega Mara Fernández Brozzi visitó “La Quema” del CEAMSE. Con sensibilidad y poética describe el más triste de los escenarios. Nos dice que “un texto es más basura ante esa realidad, quiero y necesito compartirlo”.
Por Mara Fernández Brozzi
La realidad sangra. La realidad duele. La realidad atraviesa dejando grietas a cada paso. Distancias infinitas entre yo y ellos.
Una vez que observas la miseria, que la respirás, que la pisás, que la atrapás con tus ojos, que no te la cuentan, porque estás ahí vos. Parada ante ellos. Inmune a esas realidades. Sorprendida y no ante esos tajos de vida que gritan en silencio.
Ya no se los escucha, ya no se los ve, aunque estén por todos lados. Son parte del paisaje más urbano. Son uno y cientos deambulando “in-porvenires”. Están en el naufragio todos los días, porque ese mar es el que andan. Y mi orilla está tan lejos estando tan cerca. Mi orilla me devuelve a tierra firme al abrir y cerrar mis ojos. Ellos pisan mierda segundo tras segundo. Senderos de basura son los que recorren.
Cotidianos que atraviesan si una vez decidimos mirar. Si una vez decidimos sentir, sentir algo más que lástima y misericordia. Sentir la culpa que golpea por no sentir a compases que puedan ayudarlos. Latidos que urgen y envenenan la comodidad y el sueño.
Y ahí están ellos. De ojos desafiantes. Con miradas que sentencian. De pieles curtidas. De cicatrices eternas.
Ahí van ellos. En carros, bicicletas, corriendo, caminando, a cuestas. Ahí van con la dignidad ultrajada desde el vientre, con la ausencia, la sin-razón, la indiferencia.
Y siguen yendo hacia la cima de la nada en busca de otra nada que se les ofrece. A mancharse las manos, a limpiarse un poco el hambre que golpea.
Están a la espera de una puerta imaginaria que los deja entrar. Como una tropa de soldados de nadie que se alistan para el ataque, y con fuerza van, a velocidad del viento, metiendo el cuerpo a la basura queriendo olvidar el desprecio, allá van ellos, cargados de nada, hastiados de todo.
Lugar oscuro en la claridad de un sol tan fuerte. Montaña odiada y bendecida que es parte de estos dos mundos uno, cesto gigante de algunos, mesa servida de otros.
Unos tiran. Otros toman.
Mi residuo es tu pan. ¿Qué es lo que hemos hecho? ¿Cómo puede aceptarse una ecuación tan cruel y presente?
Allí están ellos increpando un flash que pretende mostrarlos, captar porciones reales de tiempo y espacio, de vida y lamento.
Suben y bajan de una montaña que los llama todos los días, que los nutre y los muere. Que los cobija y los enferma. Que los salva y los entrega.
Olor a miseria. Ese que penetra hasta el fondo mi orilla calma y placentera. Olor que se queda en la piel, en los ojos que vieron, en los sonidos de los gritos mientras iban subiendo, en el ruido del silencio que quedó después…
Decime montaña lo que no te dicen ellos. Lo que a mí no me dijeron. Rodeados de ese orgullo tan de ellos. Fuerza inmaculada que te escupen en la cara mientras miran tu aura de abundancia. Y allí se paran frente a mí, frente a cualquiera. Se paran erguidos frente a todo y te lastiman sin darte un golpe, mostrando tan sólo su estar de pie frente a su vida y también la tuya.
Caras. Pies. Ojos. Cuerpos. Barro. Cruces de madera. Carros. Bicicletas. Coraje. Orgullo. Fuerza. Dignidad. Pobreza. ¿Cómo hilar lo visto? ¿Cómo digerir el aire? ¿Cómo entender que exista? ¿Cómo quedarse inmóvil, quieto, distraído, indiferente? ¿Cómo seguir andando sin seguir viendo? ¿Cómo permanecer al margen estando dentro?
Miseria extrema que derrama brotes de conciencia, una vez que vemos lo que hay que ver, lo que está pidiendo a gritos ser vistos, gritos que en silencio nos hablan, todos los días, todo el tiempo. Sin decir, con las cabezas bajas, con la mirada renga. Miseria explotada por todas partes, esquirlas que esquivamos en la velocidad de una cotidianeidad tan diferente a la de ellos. Pero allí están por más que nos limpiemos la pólvora esparcida, llega a meterse en la carne misma, una vez que la piel sintió que estaba dentro.
Allí van ellos. Ejército de humanos, grandes, pequeños. Se abalanzan en esa montaña que paradójicamente les da algo de aliento. En lo irrespirable de ese aire, en lo intransitable de ese barro, en lo agobiante de ese espacio, en lo culpable de este tiempo. Y de todos los tiempos.
Allí están mostrando que están sin querer que se los muestre.
Yugando la vida. Yugándose el cuerpo. Allí están ellos.
En medio de una realidad lastimosamente muerta.