Cada vez que se acerca el tiempo de elecciones se suceden en su desarrollo situaciones que nos interpelan como sociedad, aunque muchas veces prefiramos taparlas con el aluvión de un sinnúmero de estímulos mediáticos de toda índole, esa piedra en el zapato solo se corre de lugar para que su molestia haga que no pensemos en ella.
Por Jeremías Graf, diletante del periodismo
Cada vez que se acerca el tiempo de elecciones se suceden en su desarrollo situaciones que nos interpelan como sociedad, aunque muchas veces prefiramos taparlas con el aluvión de un sinnúmero de estímulos mediáticos de toda índole, esa piedra en el zapato solo se corre de lugar para que su molestia haga que no pensemos en ella.
La primera interpelación y quizá la piedra angular, no es ni más ni menos que el rumbo que ha tomado el ejercicio formal de la política a través de sus representantes y sus lugares de pertenencia o pertinencia: los partidos políticos.
Lamento decirle al lector, y aquí podemos empezar el debate: los partidos políticos tradicionales han muerto, sin excepción. Queda quizá el recuerdo trasnochado, o la necesidad formal de mantenerlos con respirador artificial para que el sistema en que se basa nuestro contrato social tenga viso de formalidad.
¿Ahora bien, por qué ocurre esto y desde cuando es así? Es difícil determinar un momento o fecha exacta, porque el desencadenante en la decadencia de los partidos políticos es un proceso de degradación paulatina. Pero para ponerle un hito, podríamos decir que luego del retorno a la democracia en 1983, el sistema de partidos políticos y sus referentes -muchos de los cuales aún estaban soñolientos y también por qué no, culpables de haber sido cómplices o facilitadores de permitir la colonización del primer neo-liberalismo a través del único instrumento posible para su acción: las dictaduras- empezaron un desmoronamiento intelectual y moral que fue el caldo de cultivo para el avasallamiento del segundo neo-liberalismo, ahora con maquillaje “democrático” que a fines de la década del ´80 se reeditó en nuestras pampas. Lamentablemente y paradójicamente fue el pan peronismo o justicialismo residual el encargado de ejecutarlo.
Todos recordamos la nefasta experiencia: entrega del patrimonio nacional mediante desguace del Estado en un trabajo conjunto con los grandes medios de difusión cuyos “periodistas talibanes” empezaron la campaña tendenciosa de hacer creer al pueblo de que el estado era “un elefante soso” y poder así legitimar el espoleamiento vil de los puntos estratégicos de cualquier estado moderno: puertos, trenes, comunicaciones, energía, agua y un largo etc.
A la par de que los medios fogoneaban el fin del estado por su supuesta inutilidad y ponderaban la Reforma del Estada impulsada por el cerebro maquiavélico de Dromi, debían dar pan y circo al pueblo. Y eso fue lo que hicieron magistralmente: aumentaron exponencialmente la inversión en nuevas tecnologías al servicio de la comunicación e inundaron los medios radiales, televisivos y de la incipiente red de internet de contenido basura con una clara orientación filosófica: la inserción en un supuesto mundo moderno.
Compramos nuevamente espejitos de colores por todo nuestro oro. Aborrecimos nuestra cultura para adoptar sin procesar todo lo foráneo, otorgándole a cualquier porquería el rango de diamante puro.
Los medios hicieron lo suyo y el sistema político hizo la otra parte: barrer de contenido ideológico la política. Estaba mal visto, era antiguo, como la gomina Glostora. Lo nuevo era no solo novedoso sino “chic” y nuevamente, mal que me pese, fue el peronismo-justicialismo el encargado de llevar a cabo esta nefasta transición, de golpe deportistas, actores, incipientes mediáticos de la noche a la mañana integraron listas de candidatos y accedieron a cargos legislativos y también ejecutivos. Cambió el paradigma y estar en contra significaba ser un “paria” en el sistema. Ah no, siempre quedaba el cupo de izquierda al que le apagaban el micrófono en el Congreso quejándose en vano.
Esa banalización de la política, ese bombardeo de los medios y la pasividad de la sociedad puestos en un batidor explotaron con la experiencia de la Alianza y la crisis del 2001. Crisis en la que todo el arco político fue culpable: oficialismo del momento, oposición y desentendidos. La Alianza suponía el retorno a los valores perdidos y terminó con la trágica escena de la represión en Plaza de Mayo.
La reedición de la anarquía del año ´20 culminó de manera impensada y abrió un nuevo tiempo: nadie esperaba la restauración del sistema político ni mucho menos que el que la impulsara fuera un desconocido gobernador del sur, para las malas lenguas “puesto a dedo” para poder ser manejado.
En parte les salió mal a los poderes concentrados de la política y del establishment.
Vivimos desde el 2003 una época paradójica y zigzagueante, que alterna recuperación de valores, reivindicación de la política como elemento de transformación,
pero también mantenimiento de conductas perniciosas, de ejemplos anodinos de doble moral y tibieza en el sostenimiento del ideal doctrinario.
El discurso muchas veces tiene perfume revolucionario o de moderación, según sea el color político pero una vez que la fragancia se disipa en el aire queda el tufo de lo inversamente proporcional, el revolucionario se vuelva oligarca y el moderado se vuelve fascista.
Los cierres de listas son un claro ejemplo de involución, las PASO no cumplen su verdadero rol, las elecciones son un desojar la margarita para el votante y el sistema de representación hace agua entre la teoría y la práctica. Lejos de disputarse modelos, ideas y proyectos se disputa poder para poder –valga la redundancia- tener medios económicos que permitan mantener el stato quo de aquellos que han hecho de la política un comercio local, regional o nacional.
La púa de los medios aporta un desierto de Sahara de arena, haciéndose un festín con los políticos, que hoy no van a ningún programa conducido por periodistas especializados porque ya no existe tal concepto ni tales programas. Hoy todo es el ruido de una tribuna de panelistas conducidos por un monito titi. La cabeza del ciudadano no llega a descifrar ni siquiera cual es el tema del día porque los zócalos van a destiempo y simplemente, porque ya se ha acostumbrado a prender la tv o agarrar el celular para distraerse luego de un largo día de yugo.
Los políticos siguen en la suya, se escuchan asimismo embelesados de su voz y se sacan fotos armadas como un cuadro realista, piden a algún asesor de imagen que les mande el tweet con alguna frase acorde y rimbombante y esperan ver el crecimiento de los “me gusta”. Todo es subestimación, en el fondo piensan que la gente vota igual, que da lo mismo y que cinco minutos antes de que termine el partido tienen que hacer una jugada que termine en gol.
Qué se puede esperar entonces de un cierre de listas, de la conformación de alianzas políticas que más pan y circo. El sistema político y los políticos no cambian, se mimetizan con el tiempo que le toca vivir. El problema es que los tiempos modernos son tan ilegibles e impredecibles que más de uno queda rascándose la cabeza tratando de descifrarlo.
La política es el arte de la transformación, es una ciencia que bien ejecutada pueda promover lo mejor de nuestra especie. Pero para eso debemos resetearnos, estamos llenos de virus.